Celebrar elecciones cada cuatro años no garantiza que una nación sea ejemplarmente democrática. Lo digo a pesar de que, a mi juicio, la campaña y el desarrollo electoral del proceso gallego han sido notablemente mejores que en ocasiones anteriores en otros lugares de nuestro país. Pero la verdad es que, por mucho que nos lo digan los ‘índices de democracia’ publicados por ‘The Economist’, y por mucho que el Gobierno de Pedro Sánchez y alguno de sus altavoces saque pecho ‘electoralista’ por lo que asevera el grupo mediático británico, España está, a mi juicio al menos, bastante alejada de esa democracia perfecta que a mí y a muchos sin duda nos gustaría. Y confío en no ser incluido en las listas de la, glub, ‘fachosfera’ por decirlo: debería ser más bien al contrario, porque una conciencia crítica es la mejor garantía de la defensa de las libertades.
Bueno, la verdad es que el caso español ha experimentado un ligero avance –dos puestos—en el ‘ranking’, pasando de ser una ‘democracia defectuosa’ a la última de las veintitrés ‘democracias perfectas’ del mundo, tras Noruega, Nueva Zelanda, Finlanda, Suecia, Islandia, Corea del Sur, Japón, Alemania, Austria o Costa Rica, entre otras varias que nos anteceden. Estamos ‘ex aequo’ con Francia y ligeramente por delante del Israel de Netanyahu, y no quiero aburrirle detallando aquí la clasificación completa, con la que es difícil estar plenamente de acuerdo en todos los casos. Claro que el listón, estando como están las principales potencias del mundo, en manos del cruel Putin y quizá, en meses, de alguien como Trump, se está poniendo bastante bajo.
Nunca he sido demasiado ‘fan’ de algunos análisis que sobre la situación española hacen determinados medios europeos y norteamericanos, ni para lo bueno ni para lo malo (lo del ‘New York Times’ con España ha sido, en ocasiones, surrealista). España, es mi resumen, es un gran país, no siempre perfectamente gobernado. Pero creo que o se supervaloran algunos datos, como las libertades civiles, o se minusvaloran otros, como la situación de la Justicia y la separación de poderes, las quiebras en la seguridad jurídica o la veracidad en las promesas y análisis desde los gobiernos. En España, siento decirlo, ni se cumple ni muchas veces se puede cumplir, una Constitución de la que el gobernante que más tiempo ha permanecido en el poder, Felipe González, ha dicho que es ‘im-pres-cin-di-ble’ (así) reformarla, aunque no sea más que para hacerla compatible con los tiempos de digitalización que vivimos.
En España, también le diría a ‘The Economist’, si es que alguna vez esto leyesen, se sobrepasan muchas líneas rojas, el debate sobre la inminente ley de amnistía ha sido tramposo, la territorialización impone quiebras en el sistema, la verdad no es compatible con las hemerotecas y la legislación imperante no es capaz de defender suficientemente al Estado. En España, lamento mucho constatarlo, se juega más a la confrontación entre unos partidos políticos que funcionan a su manera, no siempre con demasiada democracia interna, que a la colaboración dentro del juego tradicional: que el jefe del Gobierno y el de la oposición apenas hablen no es buen síntoma, ni se equipara con lo que se hace en la mayoría de las democracias ‘perfectas’.
Y fíjese si estamos lejos de lo que podríamos considerar una normalidad ‘a la nórdica’ que es un fugado de la justicia quien dicta ahora, desde la lejanía de Waterloo, cuánto tiempo pueden permanecer en sus puestos el jefe del Gobierno y el de la oposición, y son partidos contrarios a la forma del Estado los que sustentan ahora mismo al Gobierno socialista.
Y miren, ya que hablamos de la forma del Estado, nada puede haber más lejano de la normalidad que se predica que el hecho de que el anterior jefe de ese Estado, de cuya abdicación se cumplen ahora diez años, permanezca lejos de su país tras un cúmulo de episodios, lamentables y pésimamente gestionados, de cuya narración, por sabida, me excuso.
No, la democracia, me enseñaron años ha, durante mi estancia en Suiza –décimo país en el ‘ranking’ de The Economist–, debe ser aburrida. Y aquí, la verdad, tenemos poco tiempo para recuperarnos de cada susto que asciende a los titulares periodísticos: lo nuestro es más bien trepidante y, desde luego, de aburrido, nada. Ya digo que comprendo que se saquen a pasear listas más o menos subjetivas, más o menos ‘científicas’ –¿puede un ‘ranking’ ser del todo científico?–, más o menos arbitrarias, cuando una parte de nuestra población está llamada a las urnas en un ‘match’ que es, ya se ve, mucho más nacional que local. Este Gobierno, tan carente de autocrítica, que se atribuye liderar una democracia plena, ni es tan malo como le presentan algunos sectores que hacen oposición ni tan bueno como él mismo nos quiere pregonar y convencer. Lo que desde luego no hace, y perdón señores de The Economist, es procurar la suma perfección de nuestra democracia; para eso le falta, nos falta, mucho.
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