Existen dos posiciones ya incompatibles dentro del PSOE. La del socialista Felipe González y/o la del socialista Pedro Sánchez. Dos Españas que han, en el peor de los casos, de helarte el corazón. Una, que defiende la amnistía a los golpistas de 2017 como una solución para el mayor problema territorial de España; la otra, que dice que esa amnistía es un peligro para nuestra democracia, tal y como hoy la entendemos. Es decir. La España de Pedro Sánchez, lanzada a ganar los votos de Puigdemont trayéndole de nuevo a España, libre de cargos y listo para presentarse a la presidencia de la Generalitat, y la España de Felipe González, que se ancla en los viejos principios del ‘espíritu del 78’ y que el pasado martes lanzaba, desde Caixaforum, un misil político de gran envergadura contra el ‘andamiaje’ Sánchez, en general, sin citarle expresamente. Pero no olvidando, eso sí, lanzar una carga en profundidad contra el mayor objetivo estratégico del momento, la ley de amnistía que beneficia principalmente a Puigdemont y a cuanto él representa.
Ocurre que, doce horas después del ‘Felipazo’, los letrados del Congreso, saltándose a la torera cuanto se ha hecho para silenciarlos, y se ha hecho bastante, dictaminaban que la amnistía, que es el centro de un debate mucho más amplio en estos momentos, no se ajusta a la Constitución. Lo que conectaba de alguna manera con lo que Felipe González había dicho en el acto del martes, que un comentarista tan influyente como José Antonio Zarzalejos había descrito como ‘La rebelión de Caixaforum’, que fue donde se celebró la comparecencia de Felipe González y Eduardo Madina para celebrar el 45 aniversario de la Constitución.
Allí, González dijo taxativamente, y mostrando una vez más que el auténtico estadista en este país sigue siendo él, que es “im-pres-cin-di-ble” modificar la Constitución. La ley fundamental ya no se ajusta, se dijo en esta importante reunión, a la realidad en muchos de sus artículos, y algunos de estos artículos son clave para la marcha del país: investidura del presidente del Gobierno con las consultas del Rey, amnistía, poderes territoriales, sucesión en la Corona…y un largo etcétera, que incluye que en un mundo digitalizado la Constitución del 78 no puede mantenerse inalterada ni un año más .
Pero, ateniéndome a la cuestión coyuntural de la amnistía, yo diría que, entre lo que los letrados vocean, lo que proclaman los que gobernaron el país durante muchos años –Aznar, González, Rajoy; no Zapatero, contra quien González, sin citarle, lanzó uno de sus envenenados misiles–, lo que aseguran los jueces del Tribunal Supremo y quienes pueden presentar ante Europa cuestiones prejudiciales, sin contar, claro, con varios sectores de la por otra parte aletargada sociedad civil española, a Puigdemont se le está complicando el regreso. Y a Sánchez la pervivencia en el poder omnímodo que pretende haber construido, gracias a una oposición más bien inoperante y como hechizada, por mucho que convoque manifestaciones y cónclaves. Puede que Sánchez haya encontrado en la amnistía, culminación de una carrera de modificaciones forzadas en el Código Penal, la piedra en la que todos tropezamos definitivamente alguna vez, hundiendo nuestros sueños.
El caso es que nos encontramos con dos concepciones completamente distintas de lo que es el poder. La de Sánchez, por un lado, y por otro la de su predecesor remoto González, que, guste o no en el PSOE dominante actual, ha gobernado y transformado España durante trece años con un cartel socialdemócrata. Y muy mal harán los que ahora ostentan –legítimamente, advierto—el poder en desoír las advertencias de ‘la rebelión de Caixaforum’. Porque esto está tomando una deriva que bien podría acabar estallándole en la cara a quien tanto terreno está dejando por cubrir por culpa de su afán de pedalear hacia la cima del poder sin mirar a los lados ni hacia atrás.
¿Y si, por ejemplo, Puigdemont comprobase que su viaje a Cataluña para entonar el ‘ja soc aquí’ se complica? Entonces, Sánchez, tiembla: se habrá acabado la Legislatura. Y, con él, temblemos nosotros: se iniciaría una etapa en la que el poder cae en manos de quién sabe quién, para qué, cómo, cuándo y cuánto. Y en el momento en el que estas preguntas no pueden responderse con certeza, quienes tenemos que temblar somos todos nosotros.
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