Lo confieso: he estado, salvo error u omisión por mi parte, en todas y cada una de las conmemoraciones cada año en el Congreso celebrando un nuevo aniversario de la Constitución. A veces daba la impresión de que se intentaba batir un récord de permanencia: ya llevamos veinte, veinticinco, años con la Carta Magna incólume. O, como en 2011, con un ‘pequeño’ –bueno, no tan pequeño—retoque. Este año se celebraban los 39 años de permanencia de la sin duda buena Constitución del 78. Y nunca he tenido una impresión tan vívida como este miércoles, en los aglomerados pasillos de la Cámara Baja, de estar asistiendo al final de una era. Todo el mundo hablaba de lo que ocurrirá, incluyendo en ello el manido tema de la reforma constitucional, una vez que pase lo que ha de pasar el 21 de diciembre, ahí, a la vuelta de la esquina, cuando los catalanes vayan a las urnas. Y no, no ha encontrado este cronista un ambiente de euforia precisamente en el indolente deambular por las alfombras parlamentarias.
Este cronista debe confesar que es firme partidario de una reforma constitucional a fondo, básicamente para que el arquitrabe del texto legal del 78 permanezca. Y no me parece ya aceptable esa monserga de quienes en el fondo rechazan todo cambio, que alegan que no hay consenso bastante para reformar el texto fundamental. Pues claro que no hay consenso, porque no se ha propiciado el acercamiento necesario en esa comisión ‘ad hoc’ encargada de estudiar y debatir los cambios a introducir. Pero ese consenso tiene que darse más pronto que tarde, porque nos estamos jugando ni más ni menos que la pervivencia de esta democracia: demasiados desfases con una coyuntura que cambia al galope.
Doy por hecho que esa reforma de la Constitución se iniciará de veras, sin prisas y sin pausas, en este 2018 que se nos echa encima. No queda otro remedio, porque los desfases en la financiación territorial, y en la propia definición del modo administrativo de España, no deben prolongarse demasiado: hay muchos riesgos en la permanencia en este desequilibrio entre autonomías, tan poco igualitario, tan escasamente eficiente. A mi entender –ya sé que cada español lleva dentro de sí un constitucionalista–, hay que precisar muchos derechos, perfilar muy bien el papel del Rey y su sucesión, aquilatar cuestiones clave como la normativa electoral y los tiempos para el nombramiento de un nuevo Gobierno, repensar, en un sentido más bien centrípeto, el Título dedicado a las autonomías y ‘modernizar’, en general, muchos aspectos que en la Constitución se han quedado algo obsoletos: al fin y al cabo, nuestra ley fundamental, tan reglamentista, es anterior a ‘esta’ UE ampliada, al euro, al teléfono móvil y a Internet. Y también es anterior a un concepto más social e igualitario de la vida económica, de la vida en general.
No entiendo, la verdad, algunas opiniones escuchadas en la recepción contrarias a poner en marcha ya mismo esta reforma, que debe surgir de un debate a fondo, no precipitado, pero tampoco perezoso, de por dónde queremos encauzar la nueva era, esta segunda transición que pide paso a gritos. Desde el encaje de Cataluña y el resto de las autonomías en el Estado –¿por qué no aceptar a estudio las nuevas fórmulas de ‘cupo para todos’, sugeridas por Urkullu y tan rápidamente desechadas por los ‘asentados’?—hasta el papel de España en el mundo.
Es mucha la tarea que está por delante. Y sería locura no ponerse ya manos a la obra, asumiendo que el año próximo, cuando la Constitución de 1978 cumplirá cuarenta años, podría ser un aniversario más. Dejemos ya de perder oportunidades , no permitamos que la palabrería satisfecha sepulte la reforma. De acuerdo, aguardemos hasta ver qué resultado nos dan las urnas en Cataluña, para lo que eso valga. Después, manos a la obra. Por favor. Nos hallamos en un punto en el que casi todo está, de nuevo, por hacer, aunque a muchos les pese reconocerlo.
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