(Urkullu y Feijoo, cuando se entendían)
Un aldabonazo es un toque de atención que, de pronto, hace que todos se fijen en quien golpea la aldaba. Políticamente, se ha utilizado muchas veces para remarcar el momento en el que una figura notoria lanza un discurso, una idea, que rompe con la somnolienta placidez del ‘esto es así, porque siempre ha sido así’ o ‘porque no se puede hacer de otra manera’. Aferrarse a la literalidad de las leyes, una suerte de positivismo jurídico, es algo que invocan quienes defienden que la Constitución no debe cambiarse ni reformarse, porque sería peligrosos para el sistema. El gran debate de fondo que nos viene, sin embargo, va a centrarse en una interpretación más ‘jurisprudencial’ o hasta ‘coyuntural’ de las normas fundamentales, en atención a que las circunstancias han cambiado no poco desde 1978. Y ahí se inscribe el ‘urkullazo’.
En un artículo que ha tenido bastante recorrido esta semana, aunque dudo que se haya leído muy a fondo, el lehendakari aboga por una suerte de ‘reinterpretación’ de la Constitución –el término es mío, no de Urkullu–, en especial en lo referente a la territorialidad, que sigue siendo históricamente el problema político número uno en España, ahora agravado si cabe, y que es cuestión que, por fortuna para ellos, apenas afecta a otros países de la Unión Europea, quizá con excepción de Bélgica. Quiere Urkullu, y no es, creo, una exigencia para apoyar la investidura de Sánchez, la convocatoria de una suerte de ’convención’ para analizar los flecos posiblemente aprovechables de la Constitución, hasta dónde podrían interpretarse (¿u obviarse?) sus preceptos y sus silencios, para lograr dar pasos en la ‘autonomización’, al menos de los territorios históricos.
Que España sea una nación de naciones, vamos. Algo que defiende abiertamente el íntimo ‘socio’ de Pedro Sánchez, Sumar, y que rechazan abiertamente otros ámbitos más puramente ‘constitucionalistas’, con el Partido Popular a la cabeza y Vox a veces como altavoz demasiado altisonante. Me pregunto a veces si la ruptura del país en dos bloques de pensamiento tajantes en su discrepancia –y cada uno de ellos, a su vez, con grietas—permitiría abordar ya mismo esa necesaria reforma consensuada de la Constitución, que obviamente se va quedando obsoleta en tantos conceptos, el Título VIII dedicado a las autonomías muy en especial, pero no solo ese.
Para nada me sumo a las interpretaciones que, como la del prestigioso magistrado Ramón Rodríguez Arribas, piensan que el ‘plan Urkullu’ “abre la puerta a la desaparición de España”. No, y tampoco abogo por poner en marcha de inmediato ocurrencias, la de Urkullu, que tampoco por cierto es nueva, más o menos basadas en motivos electoralistas, como la carrera por la hegemonía del PNV frente a Bildu, que puede ser una carrera al menos perjudicial para la estabilidad del Estado. No; simplemente, hay que reconocer que hay ideas, leyes e incluso estructuras, que necesitan al menos una mano de pintura si queremos seguir haciendo efectiva la idea de la unidad nacional y la vigencia plena de una Constitución que va siendo incumplida hasta en la convocatoria de las últimas elecciones generales (ver artículo 115, si no).
Por supuesto que no pienso que en esa ‘adaptación’ a una nueva ‘conllevanza territorial’ haya que dar paso a las exigencias presentes o futuras (el martes tiene a bien explicitárnoslas) de un Puigdemont que jamás debería ser interlocutor, por sus posiciones fanáticas, en esta cuestión. Pero sí creo que la batalla jurídica, comenzando por los límites y legalidad de una amnistía y siguiendo con el derecho de autodeterminación, va a ser inmensa, afectará a toda la Legislatura y, claro, en primer lugar a a las instituciones, con el Tribunal Constitucional en cabeza, pero también con la Corona, que es la suprema garantía de la vigencia del sistema, con cuantos ‘arreglos constituyentes’ se quieran considerar.
Lástima que una nación alienada con miserias como el ‘caso Rubiales’ que nunca debió ser, porque hace años que el tipo debería estar fuera de cualquier organismo serio, no encuentre tiempo, ni en sus cabezas más preclaras, para reflexionar sobre quiénes somos, de dónde venimos y, sobre todo, hacia dónde vamos. Yo, a Urkullu, con todos los motivos espurios que pueda tener para lanzar su idea (que no es no solo suya, claro) desde las páginas de un periódico, tengo que agradecerle, al menos, que nos haya sacado de la modorra, del hartazgo, en la que todo este lío inconmensurable y lleno de trampas de la investidura o la no-investidura, una mera lucha por el poder al fin, nos había metido.
Creo que estamos viviendo horas demasiado serias, con un Gobierno en funciones atado de manos y dividido, con una oposición que se pregunta por su ser, con unos partidos secesionistas que quieren aprovechar la debilidad gubernamental, como para que, encima, la sociedad civil, la opinión pública, siga pensando tan solo en pan (el encarecimiento de todo) y circo (Rubiales, por ejemplo, pero hay más). Porque, entre otras cosas, vienen fechas trazadas con círculo rojo en el cuatrimestre que acaba de comenzar que harán que pronto el ‘affaire Rubiales’, como ejemplo de la nada con sifón, haya quedado en el olvido, pues cosas mucho más serias aparecen en el horizonte.
Deja una respuesta