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(claro, aquel Juan Carlos era ‘otro’ Juan Carlos…)
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Aquella tarde del 23 de febrero de 1981, el Rey Juan Carlos de Borbón respondía, ocho y veinte de la tarde, a una llamada angustiada del molt honorable president de la Generalitat, Jordi Pujol. Quería saber si la asonada que protagonizó el teniente coronel Tejero en el Congreso de los Diputados tenía alguna posibilidad de triunfo. La respuesta del monarca se hizo célebre: “tranquilo, Jordi, tranquilo”. Quizá el jefe del Estado creía tener aquella locura más controlada de lo que realmente estaba: de hecho, las investigaciones posteriores solo pueden ponerse de acuerdo, respecto del papel real, en que aquella noche Juan Carlos I salvó la democracia. Lo demás, de momento son especulaciones que quizá, o más probablemente no, algún día alcancen las luces de certezas. Yo, de momento, sigo agradeciendo al Rey lo actuado aquella noche tremenda.
Ahora, este martes, el destino ha vuelto a unir, de alguna manera, a Pujol y a Juan Carlos de Borbón. El primero, porque cumplía noventa años en medio de un estrépito de celebraciones, parabienes y felicitaciones que se negaban a recordar el papel jugado por el ex molt honorable en la corrupción oficiosa que asoló, de la mano del ‘clan Pujol’, la vida política y empresarial catalana. El segundo, el aún llamado –aunque ya no en todos los titulares—vivió este martes acaso la hasta ahora más amarga de las jornadas amargas que le quedan por vivir, cuando se conoció que la Fiscalía del Supremo investigará diversas acusaciones de cohecho y fraude fiscal; al tiempo, el periodista británico que destapó los últimos escándalos sobre la percepción de comisiones ilegales, procedentes de Arabia y quizá no solo, anunciaba que habrá nuevas e inminentes publicaciones.
También, como le ha ocurrido al impune Pujol con los catalanes, tanto los medios como los políticos nacionales decidieron, en su día, actuar como ‘monos sabios’: no ver, no oír, callar ante los indicios de irregularidades de un jefe del Estado al que todos preferíamos elogiar por sus valores y su aportación al bienestar y al prestigio internacional de España que por algunos presuntos, y nunca bien investigados para la situación de inmunidad del Rey, ejem, desvíos de la rectitud que el ejercicio de la Corona implica. Un ejercicio de autocrítica, ante tanto olvido, que quizá todos deberíamos comenzar a hacer.
No creo que, ante la multitud de informaciones e investigaciones desfavorables que se le avecina, Don Juan Carlos pueda, contra lo que le ocurre a Pujol, a quien, provisto de la armadura del cinismo, ya todo le da igual, sentirse demasiado tranquilo. Su máximo obsesión, tras cuarenta años de reinado, era, y dicen que sigue siendo, ocupar un puesto en las páginas beneficiosas de la Historia. No sé cómo va a poder lograrlo –pero debería intentarlo-, de la misma manera que su hijo, Felipe VI, uno de ,los mejores reyes en la monarquía española, y también uno de los que menos suerte están teniendo últimamente, habrá de intentar acciones positivas para fortalecer a la institución.
Un fortalecimiento en el que me temo que no estará muy secundado ni por el Gobierno, ni por la Fiscalía, desde la que, en última instancia, se ha impulsado la última acción judicial; pero no tendría sentido señalar con el dedo a esta Fiscalía, cuando es obvio que la conducta de Don Juan Carlos en algunos pasajes de su trayectoria es indefendible. Actuar ahora como paladín de la memoria del emérito sería tanto, en mi opinión, como debilitar la impecable actuación de su hijo desde que, hace ahora seis años, asumió la Jefatura del Estado. Y ahora, en estos momentos, abrir el melón de la forma del Estado, como aprovecharán para intentarlo quienes, legítimamente, sí, pero no menos imprudentemente, abogan por la causa republicana, sería poco menos que una locura.
No, desde luego que no está la cosa para esas hazañas, y espero que quienes, con todo derecho pero poco sentido de la oportunidad –y bastante de oportunismo–, están planteándose una reversión de todo, lo reconsideren. Estamos ante una crisis de Estado que conviene ir apagando, no encendiendo más hogueras de las que algunos, y tengo, con hondo pedsar, que incluir aquí a Juan Carlos de Borbón, encendieron. Porque, así, quienes vamos a estar más bien intranquilos acabaremos siendo los habitantes de este magnífico país llamado España.
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