Esta es la columna que hoy he enviado a Europa Press (ya no se publicarán en diariocrítico en la sección de opinión)
La reproduzco bajo una intensa preocupaciçón, derivada también de algún comentario (el de José R.) en mi post anterior:
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Las cosas, dejó dicho John Reed, autor del inmortal ‘diez días que estremecieron al mundo’, cambian cuando la gente se echa a la calle. Las conspiraciones en los despachos pueden poner en marcha el proceso, pero son las masas que se manifiestan, pacífica o violentamente, las que verdaderamente sancionan el cambio: el muro de Berlín aún existiría, aun habiendo caído, si las gentes no se hubieran congregado para acabar de derribarlo. Y ¿qué habría sido de la revolución rusa de octubre sin las marchas que pusieron fin al zarismo? Por eso, cuando se moviliza desde los estrados a la ciudadanía hay que tener mucho cuidado con el mecanismo al que se está dando cuerda. Y en España vivimos tiempos e los que la política ya no se hace fundamentalmente en el silencio de los despachos o en el fragor parlamentario, sino en la calle. Y la calle es entusiasta, anónima…e impredecible, por mucho que ciertos personajes metidos a líderes traten de manejarla.
Así, en la calle se ha vivido en estas tres semanas una espontánea marea rojigualda que apoyó a una triunfante selección española que, me parece que pensamos muchos, ha llevado sus triunfos más allá de lo deportivo. Hay una sociología política muy de fondo en esos miles de jóvenes que cantan “soy español” ataviados con los colores de la bandera nacional; me parece que acabaron para siempre los complejos con los que nos atenazó el franquismo a la hora de lucir la enseña de todos los españoles. Nunca he creído, aunque aquel complejo me hiciera, años atrás, decir lo contrario, que las banderas no importan. Sí importan, como importan los himnos, las costumbres nacionales, la unidad de un país, el respeto a sus leyes y a su seguridad jurídica; las grandes naciones son las que cuidan y hasta veneran todo eso.
Así que el lector podrá comprender mi preocupación ante muchas de las cosas que, en sentido contrario al antes apuntado, pero también con banderas como símbolo protagónico, están ocurriendo en esta España nuestra. El dislate de un presidente autonómico encabezando la manifestación contra una sentencia del Tribunal Constitucional, desprestigiándolo, me parece tremendo, como tremendo es que desde el partido del que ese presidente autonómico es militante veterano no le llegue alguna llamada pública de atención. ¿Qué le ocurre al Gobierno central, que anda como ausente? El Gobierno, dijo De la Vega, no estará presente en la final de la Copa del Mundo, que literalmente va a paralizar este domingo al país –y a medio planeta—porque “tiene exceso de trabajo”. Como si las ‘photo opportunity’ no significasen trabajo para un Ejecutivo que tanto necesita refrescar su imagen. Como si esa imagen no fuese tan importante para el país, o más, que el debate sobre el estado de la nación, acerca del que hablaremos en su momento, otro día.
Y, claro, tampoco estuvo el Gobierno –no podía estarlo— con la citada manifestación acaudillada por Montilla a la sombra de una enorme senyera. Los dos ministros del PSC, la edición catalana del PSOE, encontraron oportunas ocupaciones que les liberaban del compromiso de asistir al lado del molt honorable president de la Generalitat y sus muchos acompañantes. No sé si en la manifestación se halla el espíritu de todos los catalanes, como quieren algunos portavoces autóctonos, pero sí sé que, concentrando a cientos de miles de personas contra la sentencia ‘interpretativa’ y extraña sobre la constitucionalidad del Estatut, se estaba haciendo un flaco favor a una Constitución que necesita algún repaso y un más flaco favor aún a la unidad de la nación. Quizá era exactamente lo que se pretendía.
Quién sabe si Puyol, Iniesta y demás catalanes que también son, pienso, representativos y que tanto hacen por el bien de esta unidad, habrían o no estado en la ‘manifa’ de Montilla. O Pau Gassol. O el balear –ya sabe usted lo de los ‘paísos catalans’—Rafael Nadal. Más bien creo que estos nombres tan notables hacen como muchos habitantes de la por tantas cosas admirable Cataluña: pasan muy mucho de una polémica a la que se le ha inyectado mucha demagogia, unas toneladas de victimismo inducido y no poco oportunismo electoralista. Componentes explosivos cuando se mezclan con la torpeza con la que desde el Gobierno central, desde la oposición y desde las propias instituciones se ha manejado el delicado tema del Estatut y sus derivaciones territoriales, económicas y morales. Pero esa historia, ya sabida, lamentable, es otra historia. La historia de los errores en los despachos y cenáculos. Y ahora se trata de que la sancionen las masas, manifestándose.
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